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jueves, 27 de febrero de 2025

Entre primos

 Hace años mi prima Luisa me confundió con una vaca lechera, ella había visto coger a otra prima y pues le llamo mucho la atención cómo le salía lechita del novio de la otra prima 


Ella y yo nos llevábamos muy bien, casi como hermanos y a los 15 años me sorprendió con una pregunta: oye tú también tienes leche ahí en tu cosita? 

Es que vi como hacía Jesse y su novio y vi qué a él le salía leche de ahí 


Hiciste mal espiando a Jessica y si , ah todos los chicos nos sale lechita 

Porfa déjame ver como a ti también te sale porque eso me parece muy raro, no sois vacas, cómo vais a dar leche !?


La enseñe a jalar y ella se fue calentando, le propuse que me la podía mamar... y se fueron dando las cosas 

Supongo que soy tonto porque mi prima ya había visto coger a sus padres y sabían bien lo de la lechita, ella solo quería experimentar bien de cerca cómo salía la lechita, pero bueno supo muy rico cuando me jalaba, chupaba y las veces que cogíamos




martes, 25 de febrero de 2025

Me folle una vampiresa

 Lógicamente los vampiros no existen, pero bueno esta chica tenía los colmillos bastante grandes en mi opinión. 

Es una chica bastante animada y alegre y pues aunque ya suponía que mucha gente le hubiera comentado lo de  sus colmillos de vampiro, le hice una típica broma de mostrar mi cuello y decir que se sirviera de sangre. 

Supongo que debió pensar: otro gilipollas, pero por la situación en la que estábamos, solo sonrío un poco y empezamos a hablar de nuestras vidas...

La cosa se fue animando y pues una cosa llevó a otra, todos sus amigos fueron desapareciendo, los míos también...y podríamos habernos despedido y ya está pero los astros debieron alinearse y bueno ni ella ni yo queríamos cerrar la noche en blanco. 

Ambos nos sentíamos atraídos por el otro o puede que ya a ciertas horas de la noche el deseo se apodere de nosotros, el caso es que nos empezamos a proceder a dar y buscar placer , sinceramente llegué a pasar mucho miedo cuando ella me la estaba chupando y veía como sus colmillos jugaban con mi capullo clavándose un poco y luego relajando la presión al tiempo que sus ojos me miraban pícaros 

Era una experta jugando con su lengua y sus colmillos y bueno también se le veía que es muy buenas en la cama 

Al final después de que nos hubiéramos corrido varias veces, nos quedamos descansando tumbados en una cama y para recuerdo me mordió el cuello un poco en plan vampiresa 




sábado, 15 de febrero de 2025

Madrastra

 


Al comenzar la universidad le había sugerido a mi padre la posibilidad de buscar un lugar más próximo a la facultad de Enfermería donde iba a estudiar. Él accedió a pagar aquel apartamento con la única condición de que aprobase un 75% de las asignaturas del curso y así, sin ser consciente de ello, me permitió distanciarme de su fascinante y perturbadora esposa.


Si mi padre nunca tuvo excesivo interés en mantenerme al tanto de la marcha de sus negocios, cuando dejé claro que no dedicaría mi vida a aumentar su fortuna, éste me dejó totalmente al margen. Mi padre nunca compartió conmigo sus problemas, sólo sus éxitos. Con todo, me enteré de que tenía que poner orden en sus finanzas. Por un lado, para hacer frente a una menor actividad económica, y por otro, para asegurarse de que no dejaba flancos abiertos por los que pudiese prosperar la investigación a la que estaba siendo sometido.


Aquella sería la primera de esas infructuosas investigaciones que, años después, quedarían reducidas a poco más de unos cuantos folios. Sin embargo, en aquel momento le pusieron en serios aprietos.


Las cosas le empezaron a ir mal en cuanto los inspectores de Hacienda se le echaron encima. Durante semanas se recluyó con un grupo de abogados y asesores que, al mismo tiempo que buscaban asegurarse de que no terminaría en la cárcel, trataban de poner su patrimonio a salvo de posibles embargos


Mi madrastra se había desvivido por levantar la empresa. Desde que se pusiera al frente la había mantenido alejada de las adjudicaciones irregulares, había hecho los ajustes necesarios e iba, a duras penas, manteniéndola a flote. Virginia demostró que como promotora inmobiliaria era dura, luchadora, trabajadora y resistente.


No obstante, según le aconsejó su fiel abogado, a mi padre no le interesaba que la empresa siguiera adelante. Ya había cumplido su función. La había utilizado como un instrumento de blanqueo en ese circuito infinito del que tanto le gustaba hablar. Ahora que ponía orden, tocaba soltar lastre y hacer desaparecer cualquier rastro que pudiese seguirse contra él. Y lo peor fue que no tuvo agallas para anticipar a Virginia su decisión.


Paradójicamente, fue Iglesias, el abogado a quien mi madrastra había rechazado años atrás, el encargado de comunicarle la dramática noticia. Se presentó en el despacho de Virginia, en las mismas oficinas de la constructora, y le comunicó que la empresa que su padre había creado y a la que había dedicado su vida iba a desaparecer.


Virginia salió de las oficinas de la constructora nada más saberlo, condujo hasta la casa de Torrelodones, entró en el despacho donde mi padre estaba reunido con sus asesores y le exigió a gritos una explicación.


Mi padre, como siempre, no entró en detalles. Ni siquiera se alteró. Tan solo mostró una cierta incomodidad por que le montase aquella escena en presencia de terceros. “Todos tenemos que hacer sacrificios”, le dijo. Buscaremos otra cosa para ti, pondremos en marcha nuevos proyectos y serás tú quien los dirija.



No entiendes nada —fue lo único que replicó ella antes de irse.


Virginia se marchó. Se instaló en casa de sus padres, en una lujosa urbanización. Sin embargo, al cabo de unos días me llamó y me pidió que nos viésemos. Me contó lo ocurrido y me aseguró que aquello era el final, que solicitaría el divorcio.



De pronto —me dijo—, descubres que todo es absurdo. Al final llega un momento en que dejan de funcionar las explicaciones y las mentiras que uno se cuenta a sí mismo para seguir adelante.


Lo había dado todo por mi padre. Se había convertido en la ama de casa que nunca imaginó que sería. Había renunciado, aceptado, asumido, colaborado, ocultado y permitido demasiadas cosas a lo largo de los cinco años que llevaban juntos.


Así se lo había dicho también a él, después de intentar que comprendiera que merecía algo más a cambio de la vida profesional y la independencia a la que había renunciado.



Yo no te lo pedí —le respondió él—. Tú lo elegiste.


Aquella tarde mi madrastra por fin se decidió. Habían pasado un par de meses de aquel arrebato por su parte que acabó en una imponente mamada en la cocina, y todo mi esperma en el gazpacho de posteriormente Virginia sirvió a mi padre y los mismos colaboradores que ahora habían liquidado la constructora de su familia.


Lo hicimos en mi apartamento, y para mí fue diferente a todo lo anterior. En vez de follar como siempre hacía con mi amiga rusa y, por primera vez, hicimos el amor. Besos y más besos, pequeños y grandes, tiernos mordiscos, y sus piernas que no se acababan nunca. Su sabor, su olor, sus suspiros, sus fingidos intentos de huir, su regreso.



No, no, por favor. Por favor… —y luego su risa— Sí, sí, por favor. Sí…


Y su boca, y su sexo, y más… Todo, me lo dio todo. Me dejó perderme en su cuerpo, sin límites, sin pudor, observando, resistiendo… Abandonándose poco a poco a la marea. Acabados, relajados, abatidos, suaves, consumidos entre las sábanas.


Un par de semanas después Iglesias fue a ver a mi padre con buenas noticias. Su colega en la policía le había asegurado que los de delitos económicos no lograban encontrar nada sólido en su contra. El circuito de blanqueo había funcionado. Los investigadores estaban a punto de tirar la toalla, empezaban a tener la sensación de que no les sería posible hallar una hebra suelta de la que tirar en aquella intrincada maraña contable.


Mi padre convocó a todos sus amigos, quería celebrarlo. Invitó a cenar a Iglesias, a esa mujer madura con la que salía, y a otros asesores y socios, y a mí. Su abogado estaba casi tan contento como él, entusiasmado por tener algo que celebrar tras todo aquel tiempo de angustia. Le vi recibir a su amigo, quien iba de la mano de aquella mujer china que lo tenía atontado. Mi padre saludó a ambos con un abrazo, los ojos le brillaban de alegría.


Virginia también salió a recibirnos. Besó a Iglesias un par de veces, después a ella, y luego a mí.



¿Estás bien? —me preguntó rato después, molesta porque no le hubiese dirigido la palabra.



Has vuelto.


Me sonrió, reconociendo su rendición, y en ese momento no me pareció la mujer dura, la que inspiraba seguridad con solo mirarte. Ya no era aquella joven inexpugnable, de vértigo, que cinco años atrás me inquietó la primera noche que mi padre la llevara a cenar a casa. Por vez primera vi en mi madrastra a una mujer frágil.


Fue una noche agradable. Mi padre empezó hablando de nuevos proyectos. Nos dijo que las cosas iban a mejorar. Nos contó sus ideas de reorganización. Inversiones inmobiliarias. Dedicaría lo que había salvado a adquirir propiedades en la costa mediterránea y el dinero volvería a fluir. Sus socios estaban encantados con la operación, sabían del olfato de mi padre para los negocios y aseguraron que volverían a invertir a su lado. Los de Hacienda se tranquilizarían y todo volvería a ir bien.


Virginia le pidió con delicadeza que dejase de hablar de trabajo. Él se echó a reír, dijo que tenía razón, nos pidió disculpas. “Me estoy volviendo un coñazo”, nos dijo. “Dadme un sopapo si vuelvo a aburriros, por favor”.


Cenamos, bebimos, reímos. Todos. Virginia también. Por lo visto había abandonado sus propósitos. Había vuelto, a casa y a beber en exceso.


Avanzada ya la noche, la acompañé a la cocina a por más bebida. Ya estábamos algo borrachos y por eso no logré contenerme.



¿Por qué has vuelto?


Ella me miró. Con una mirada firme, sin rastro de la fragilidad que había visto últimamente en sus ojos. Me miró siendo otra vez ella y en ese momento supe, y me alegré de saber, que fuera lo que fuese por lo que había regresado, Virginia todavía no se había rendido.


Su voz tranquila tuvo incluso algo de reto.



No lo sé, Alberto. ¿Tú por qué estás aquí?


No supe qué contestar. Días atrás la había visto cansada, rendida, y aquel súbito cambio me desconcertaba. Por suerte ella se dio cuenta de la dureza de su tono y se apresuró a sonreír.



Puede que solo creamos que todavía podemos hacer algo para mejorar las cosas.


Virginia se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla, un beso amistoso, de consuelo. Luego se volvió para coger unas botellas y vasos limpios. Yo miré por la ventana de la cocina, vi a mi padre fuera, y me sentí culpable sin saber de qué.



O puede que solo estemos en esta casa porque queremos lo que hay en ella... —concluyó mi madrastra, enigmática, antes de salir de la cocina.


Vaciamos muchas copas esa noche. Se contaron esas anécdotas del pasado que, a pesar de repetirse una y otra vez en cada reunión, van cambiando sutilmente, hasta convertirse en relatos imaginarios que nunca ocurrieron tal como se cuentan.


Virginia y mi padre mantuvieron un equilibrio amable entre ellos, sin caer en peleas ni en arrebatos cariñosos como otras veces.


Había bebido demasiado, de modo que me quedé a dormir en casa de mi padre. La cama parecía dar vueltas en el sentido contrario al que lo hacía mi pensamiento, y me costó bastante quedarme dormido, pues ni lograba entender que Virginia hubiese vuelto ni conseguía dejar de pensar en ella. Puede que ni siquiera llegase a caer dormido cuando un sonido tenue procedente del piso inferior me acabó de desvelar.


Por la radio sonaba a media voz una de las canciones del verano y Virginia bailaba sola en el centro del gran salón de casa, dando vueltas sobre sí misma, siguiendo el ritmo a su aire. La falda del vaporoso vestido de verano se levantaba y enroscaba en sus piernas con cada giro, pero mi hermosa madrastra mantenía en alto la mano derecha, sujetando en ella la copa con ginebra y tónica, sin que se le derramase una sola gota.



Vamos, Alberto, baila conmigo.



Ni lo sueñes.



Jo, no seas aburrido —rezongó como una muchacha caprichosa y achispada— ¿Acaso crees que tu padre se enfadaría si supiese lo que hemos hecho? —dijo escéptica.


A pesar de su distanciamiento de mi padre, Virginia seguía queriendo estar con él. Por eso había vuelto, concluí. Nunca podría haber nada formal entre nosotros, nunca hablaba de lo nuestro porque lo nuestro era solo sexo, un sexo repentino, ardiente, apasionado, intenso, pero sexo al fin al cabo, con principio y final.


Virginia se sirvió otra copa.



Ha cambiado tanto... —añadió con un suspiro— Sabe que tengo un amante, estoy segura, pero le da lo mismo.


Virginia hizo girar el vaso y pareció buscar inspiración en el tintineo de los hielos contra el cristal.



Tu padre se ha convertido en un tirano. Vive encerrado en su castillo, obsesionado con dominar un mundo en el que no se puede vivir, más y más empresas, multinacionales, redes de negocios… Sólo le preocupa lo que está más allá de esa cerca videovigilada que nos rodea, que nos aísla. Es como si quisiera ser Al Pacino, pero no se decidiera en qué película.


Entendí que se refería a la serie “El padrino”, pero la metáfora me pareció demasiado etílica para tomarla en serio.



Y luego, estoy yo —volvió a suspirar— Lo veo en tus ojos, Alberto. Me miras y piensas: “¿Qué hace ésta al lado de mi padre?”, “¿Esperaba más de ella, mucho más?”.


Me preguntó si yo quería otra copa y esa vez le dije que sí. No quería que regresara al asunto de mi padre, deseaba que siguiese bailando, que continuase hablando de ella misma, de los proyectos que tenía en mente.


Normalmente me sentía incómodo cuando Virginia abría la puerta de su intimidad conyugal con mi padre, sobre todo porque si atravesaba esa puerta, entraría en un lugar del que ya no sabría salir. Además, su última afirmación había dado en el blanco. Yo no entendía por qué seguía con mi padre si no estaba a gusto.


Y mi madrastra continuó. Miró al frente y señaló con un dedo amenazador, como si se dirigiese a él.



Ha vendido la empresa de mi padre, la constructora. Me ha apartado de sus asuntos, solo quiere que esté aquí quietecita, como una de esas plantas del jardín. ¿Puedes creerlo?


Me miró como si necesitase asegurarse de que yo la estaba escuchando.



Él destruye mi vida y yo vuelvo a su lado. Cariñosa, sumisa, como si no hubiese pasado nada. Pero desde que regresé, cada día pienso que es el último, que se acabó. Cada día decido sabría me voy, que no volveré más, que aposté y perdí, que estoy harta de este juego, que ya no lo soporto más… Pero no sé estar sin él.


Cerró los ojos y cogió aire con fuerza, conteniendo un suspiro más.



¿Quieres que te cuente un secreto?


Le dije que no, pero a ella le dio igual.



Tu padre guarda una pistola en un cajón de su despacho. La otra noche no podía dormir, y al final fui y la cogí. Regresé al dormitorio y vi que tu padre dormía. Yo nunca había tenido una pistola en la mano, y aún así decidí que iba a matarle, y le apunté. Solo así me libraría de él.


Me apreté las sienes, abrumado. Deseé que Virginia no me hubiese confesado algo así, y a punto estuve de pedirle que se callara.



Estuve así un rato —dijo adoptando una pose— A los pies de la cama, sujetando la pistola, apuntándole con las dos manos…


Meneó la cabeza, se inclinó para que el pelo le cayese hacia delante tapándole la cara, avergonzada de lo que acababa de contar.



Baila conmigo, por favor —suplicó.


No volvimos a hablar de mi padre ni a mencionar su nombre. Bailamos. Bebimos. Escuchamos música. Y cuando llegó el momento, Virginia bailó para mí en medio del salón. Habíamos acabado la botella de ginebra, y yo sólo la veía bailar, y pronto me olvidé de lo demás, porque me gustaba mucho mirarla.


Luego se me acercó despacio. Me abrazó durante unos segundos, sintiéndose a gusto, reconfortada y, finalmente, con ojos pesarosos me pidió que la llevase a mi habitación. Yo no estaba como para pensar con claridad, pero me resistí. Le propuse ir a algún bar.



¿Te preocupa tu padre? —me desafió.


Le dije que no.



Vamos a buscarle —sugirió— y así me folláis los dos.


Volví a decirle que no, que no sabía lo que decía, que había bebido demasiado.



No dejes que me haga daño, Alberto.


En un primer momento pensé que Virginia se refería a mi padre, pero luego comprendí que se refería a ella misma, pues sabía que no estaba haciendo lo correcto ni lo mejor para ella.


Logré convencerla de que se subiese a dormir. Le prometí que al día siguiente le ayudaría a hacer las maletas y le dejaría vivir conmigo durante algún tiempo


Le ayudé a subir la escalera peldaño a peldaño, a trompicones, pero una vez que llegamos, mi madrastra apoyó el rostro en mi pecho y volvió a abrazarme. Como no dijo nada durante un rato, llegué a pensar que se había quedado dormida.



Maldita sea —murmuró.


Entonces alzó la cabeza, confundida, y me miró con ira.



Prometiste protegerme, Alberto.


Virginia se inclinó para quitarse los zapatos y después, con ellos en la mano, abrió la puerta de mi cuarto.



Quiero dormir en tu cama.


La seguí adentro mientras caminaba descalza, de puntillas, dando traviesos saltitos sobre la tarima de madera de la habitación.



Deberías haberme llevado a bailar —me reprochó.


Sin dejar de mirarme, Virginia metió las manos bajo la larga falda de su vestido y, tras un leve contoneo, sus braguitas cayeron al suelo con aire de denuncia. Luego mi madrastra se sentó despreocupadamente en el colchón, erguida, recta, y cruzó las piernas.


Yo tenía los ojos clavados en las uñas de sus pies. Se las había pintado con un rojo oscuro que me resultó familiar, muy próximo al marrón de los inmensos labios de su boca, las rayas negras de sus ojos egipcios casi intactas, las mejillas coloradas y un extraño candor infantil en toda la cara.


Mientras la miraba, sentí ganas de gritar bravo, de cubrirla de olés, de ir a buscar un pañuelo para hacerlo ondear en su honor, como en el teatro, como en los toros, como en el fútbol, y así darle a entender hasta qué punto admiraba la brillantez de aquella puesta en escena. Pero ni siquiera abrí la boca.



¿Por qué me miras así? —y esa vez ella conocía la respuesta.



Porque te admiro mucho.



¿Me admiras? —parecía desconcertada— ¿Por qué?



Pues porque eres fascinante. Y porque eres muy buena conmigo.



Sí, bueno. Quizá demasiado… —se había puesto más colorada, estaba a punto de reventar de color— Pero sé que a ti te gusta.


Se echó a reír, y después, como si ya se sintiera con fuerzas suficientes, fue más sincera.



La verdad es que, ahora que sé lo que sé, no creo que pueda pasar una semana entera sin estar a solas contigo.


Virginia se pasó la mano por la pierna lentamente, de forma sofisticada y frívola, pero luego fue subiendo su falda hasta más arriba de la rodilla. Respiraba de manera agitada ya antes de descruzar las piernas y seguir subiéndose la falda, hasta mostrar un pubis discretamente rasurado, ínfimo.



¿Y qué le dirás a mi padre si nos oye? —le pregunté a distancia.



Que no podías dormir y he venido a contarte un cuento —y volvió a reírse—. Lo tengo todo pensado.



Ya veo.


Y así Virginia volvió a desordenar mi vida, pasando de la elegancia y el refinamiento a adelantar la pelvis para revelar la impresionante hinchazón de su sexo. Sus inflamados y ardientes labios menores desbordaban su vulva, emergiendo hacia fuera como los pétalos de una flor carnosa, igual que las alas de una mariposa tropical.


La mera visión de tan jugosa fruta provocó que se me hiciese la boca agua, y casi se me salen los ojos cuando mi madrastra desplegó su deseo con la ayuda de un par de dedos. Caí de rodillas a sus pies, con la imperiosa necesidad de comer de aquel manjar que ella me ofrecía. Virginia alzó los talones al ver como me aproximaba y separó aún más las rodillas, haciéndome hueco entre sus piernas, brindando a mi lengua una acogedora bienvenida.


Su sexo debía comunicar de algún enrevesado modo con sus cuerdas vocales dado que, al mismo tiempo que empezó a rezumar por un extremo, de su boca emergieron unos agónicos jadeos. Mi barbilla pronto chorreó el aromático néctar de su sexo. Era una humedad inusual, sofocante, densa, que incluso llegaba a formar pringosos filamentos blancuzcos entre su coño y mi mentón.


El estado de mi madrastra me hizo recapacitar y, momentos después, la pobre estaba tan asombrada y al mismo tiempo tan caliente a causa del dedo que su hijastro acababa de introducirle en el ano, que Virginia olvidó las reglas, rompiendo uno de los larguísimos silencios que solían intercalarse entre lametones y chupadas a su empapado coñito, quebrantando una de las directivas que habían mantenido su vida sexual encarrilada en un menú estrecho.



¿Qué piensas hacer, sinvergüenza?


El aire se volvió espeso, denso como un estanque de niebla que yo atravesé con una mirada súbita, furiosa y aguda para derruir sus defensas, obligándola a replantear su ofensiva pues, al fin y al cabo, a las mujeres no les gusta que los hombres les pidan las cosas.


El cadencioso ir y venir de mi largo dedo corazón fue una respuesta suficientemente clara a su pregunta y, al primer gemido, lo simultaneé con toda la astucia de mi lengua en el apéndice idóneo, su lustroso clítoris. Era evidente que mi madrastra se hallaba desaforadamente cachonda, de forma que intuí la oportunidad de gozar de ella del único modo en que no lo había hecho todavía. La excitación sexual recorrió su cuerpo por dentro con alocada disciplina, sin fijarse todavía en un objetivo concreto, pero deseando que fuese el más intenso.


Emboscadas en un pudor antiguo, rancio y estéril, Virginia acusó el asalto de las creencias, del estigma de dejarse mancillar, de ceder a la tentación y de todos esos dogmas imprescindibles para prohibirse a sí misma la posibilidad de gozar con una práctica tan simple como cualquier otra. Una práctica, no obstante, que ella nunca había llegado a disfrutar de verdad.



Despacio, por favor.


Mi deseo me volvió egoísta y fuerte. Me descubrí pensando que al fin y al cabo, aquella mujer vestida de rojo no era más que una mujer como las demás, y que el glamour, el carácter y superficial parentesco que nos unía nada tenían que hacer contra la necesidad de satisfacer nuestros cuerpos. De modo que me negué a pensar durante la siguiente hora e introduje un tercer y definitivo dedo.


Ya no necesitaba argumentos, ni excusas, ni consideraciones morales de ninguna clase. De forma simultánea, devoré su entrepierna y acondicioné lo mejor que pude el diámetro de su otrora estrecho orificio. Lo que tenía claro era que aquel día no sería necesaria lubricación suplementaria, entre la que ella suministraba y mi propia saliva sería más que suficiente.



Ahora relájate —dije, esforzándome para que mi voz sonase entera, firme y hasta despectiva.



No te preocupes por mí… Haz lo que tengas que hacer —la voz de Virginia, un murmullo que barboteaba como si tuviese la lengua hinchada, fue en cambio la voz de una mujer excitada que no tenía ningún interés en disimularlo— Estoy segura que tú me harás gozar, me muero de ganas. Pero me gustaría que me besaras, Alberto. Bésame, anda, por favor…


Mientras acercaba mi boca a la de ella, mantuve los ojos abiertos y el corazón encogido en la exacta distancia que separaba sus labios de los míos. Aunque en mi boca estaba todo el sabor de su sexo, Virginia abrió los labios para acogerme sin asco ni aspavientos.


La besé largo tiempo, manteniendo practicable la angosta hondonada de sus nalgas al tiempo que frotaba su poderoso clítoris con la yema de mi pulgar. Mientras tanto mi madrastra no perdió el tiempo. Cambió de postura, se retorció sobre la cama para alcanzar algo y, con la mano derecha, experta, me desabrochó los vaqueros.


Yo, que nunca había sido más yo, miré mi miembro y vi que tampoco éste había sido nunca antes tan viril, tremendamente erguido, sobresaliente, demasiado grande para la pequeña mano de la esposa de mi padre.



¡Menudo rabo! —farfulló Virginia a punto de correrse. Sin consentir a su mano derecha el menor desaliento, meneando mi miembro con vigor— ¡Vas a romperme el culo, cabrón!


Su boca seguía sabiendo a caramelo, pero una avidez desconocida, salvaje, reemplazó la delicadeza de la primera vez. El deseo había cambiado a mi madrastra, la había vuelto incontrolable. De modo que, sin dejar de volcarme en esa boca abierta y definitiva que no me pertenecía a mí, sino a mi padre, atrapé uno de sus pechos, y lo amasé, lo estrujé con cuidado y lo pellizqué mientras se la colocaba, mientras apretaba los dientes para no gritarle: “Prepárese, mamí. Esta vez su chico la va a chingar…”.


No se quejó, no dijo nada. Gruñó un poco, eso sí, pues la pinza que se había cerrado sobre su pezón derecho precipitó su clímax al mismo tiempo que sintió como me abría paso entre sus nalgas. Se la clavé de un empellón, la enterré hasta la raíz, y no sé si estuvo bien o mal, pero no lo pude evitar.


Me llamó cabrón, animal, y cosas así. Lo que precipitó quizás mi siguiente movimiento, adelante y atrás. Aunque no llegó a anticiparlo, mi madura madrastra interpretó sin dificultad tanto mi indiferencia ante su regañina como mi intención de follarla sin más dilación. Decidió pues cambiar de estrategia para zambullirse sin transición alguna en una urgente masturbación.


La tomé por los tobillos, la abrí bien de piernas y contemplé mi vaivén a través de su ceñida abrazadera, tan tensa en torno a mí. Según el sentido de mi movimiento, bien protusionaba hacia afuera, bien se hundía para adentro. En cualquier caso, Virginia parecía satisfecha de que las paredes verticales de mi sexo le procuraran un placer creciente, razonable, desconocido, y eso estaba bien, pues aún podía tolerarlo.


Luego me tendí sobre su cuerpo y su equilibrio mental se tambaleó. Mi pubis comenzó a remoler su maduro clítoris, proporcionando esa dosis extra de placer necesario que tanto hacía babear a su chochito. La besé de forma melosa, con deseo, sí, pero sobre todo con amor, con sincero cariño. Sin parar de penetrarla cadenciosamente, besé cada facción de su belleza, chupé los lóbulos de sus orejas, lamí su cuello y succioné alternativamente y con avidez cada uno de sus pezones.


Ni que decir tiene que el oleoso altruismo del sexo de Virginia facilitaba enormemente mi labor y, gracias a ello, el horadado de su recto progresaba según lo previsto. A pesar de lo bien que estaba yendo todo, mi virgen madura mantuvo la boca abierta y los ojos cerrados la mayor parte del tiempo, pues la ofuscaba verme sonreír cada vez que convulsionaba o le temblaban las piernas. Aunque la pobre perdía la concentración cada vez que eso ocurría, mi madrastra enseguida volvía a concentrarse en tratar de descifrar aquel turbador mensaje que estaba recibiendo cada pocos minutos.


Se hallaba ofuscada. Toda la vida pensando que a ninguna mujer podría gustarle algo así habían dejado su impronta y, sin embargo, diez minutos de pausada y continua penetración anal habían logrado su completa conversión. Ya cerca del final, Virginia se acordó de abrir los ojos, ponerlos en blanco y, en pleno clímax, dar gracias a Dios por aquel milagro.


Su cuerpo ya no ofrecía resistencia alguna a mi ir y venir, mi gruesa verga se deslizaba con soltura entre sus glúteos, desapareciendo por completo en aquel pozo sin fondo, zulo recién abierto sin necesidad de azadón, solo de un buen astil, el mejor, recio y sólido, con la longitud suficiente para golpear el final de su columna vertebral, espantarla, y hacerla clamar a voz en grito que le estaba rompiendo el culo.


En la penumbra tramposa de una luz lejana, mi madrastra vio mi cabello moreno, mi reluciente sonrisa, mi tez oscura como el atardecer que se desparrama sobre la tierra, y entonces supo con certeza de quién era yo para ella. Irritada, Virginia se sacó del dedo su alianza de casada y la lanzó contra una esquina con todas sus fuerzas.


Sin embargo, aquel acto decidido y su significado implícito lograron finalmente detenerme. Lo que acababa de hacer Virginia lo cambiaba todo. Y tanto fue así que ese gesto nos hizo descubrir una silueta en el quicio de la puerta.


En efecto, yo ignoraba cuanto tiempo llevaba mi padre espiándonos. Me quedé inmóvil, desconcertado, esperando una reacción o un insulto por su parte que no llegaba a producirse.



¡Qué le jodan! —bramó mi madrastra— ¡Acaba de follarme, Alberto! ¡Córrete dentro de mí! —y acto seguido comenzó a ondular su cuerpo y ensartarse en mi verga— ¡Vamos, lléname de leche! ¡Qué me salga por las orejas!


Que su esposo nos observara sin pronunciar palabra la hizo ponerse aún más exigente y viciosa. Su presencia actuó como una llave, un resorte secreto y clandestino y, de algún modo, como un inesperado informe favorable por parte de éste. Eso fue lo que ella interpretó, y por eso se empeñó en que volviese a volcarme sobre ella con todo lo que era y todo lo que tenía, proporcionándome confianza, jaleándome con cada sollozo, incitándome como loca a que me vaciara dentro de ella.


Desbordado por el ansia de aquella madura insatisfecha, perdí el control. Un instinto animal y primario me empujó a arremeter contra la hembra con todas mis fuerzas mientras ésta no paraba de exigir: “¡Córrete! ¡Córrete! ¡Córrete!”. De loar con angustia a cada embestida: “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!”.


Hasta que simplemente ocurrió. Emocionado por el delgado hilo de baba que se le caía por un lado de la boca y que había dibujado un cerco de humedad sobre las sábanas, la miré con furia a los ojos, empujé con fiereza, perforando hasta el estómago para que mi esperma nutriera su cuerpo y mi ADN se insertase en cada una de sus células.



¿Lo sientes? —inquirí, tapándole la boca para que dejara de gritar sandeces.


Mi madrastra asintió con la cabeza, nerviosa, percibiendo nítidamente como mi miembro se sacudía al completar su tarea. Aquella rítmica y significativa estimulación final, logró que su cuerpo se uniese si cabe aún más al mío, en el placer y el gozo de un orgasmo compartido.


—ñ


¡¡¡Animal, me la vas a sacar por la boca!!! —rezongó al cabo, inquieta, preocupada, sobrepasada por mi ímpetu.


Le pedí disculpas, le rogué que me perdonara por haber perdido la razón, el dominio de mí mismo.



No te preocupes, me ha gustado muchísimo —me tranquilizó— Ha sido fantástico.


Fue entonces cuando nos percatamos de que él, mi padre, se había acercado a nosotros, cosa que nos sorprendió casi tanto como que se hubiera sacado la polla del pantalón y se la estuviera acariciando mientras supervisaba lo que su esposa había consentido hacer a su hijo.



Con que “por el culo, ni hablar”. Es lo que has dicho siempre, ¿no, querida?



De tal palo, tal astilla”, pensé con ironía al constatar que la potencia de mi padre era un calco de la mía, o más bien al contrario. Al menos hasta que Virginia trató de incorporarse y mi verga salió abruptamente de su trasero, revelando la actual fatiga y entumecimiento de mi miembro.



No tan deprisa —murmuró en su oreja, aplastándola boca abajo sin contemplaciones, reteniéndola— Me toca.


Mi padre dudó un instante por dónde penetrarla. Pensó que lo haría de modo natural, ya que el ano de su mujer tenía un aspecto penoso, ajado, enrojecido, reluciente, cedido... Lo pensó, estoy seguro, pero no lo hizo.


Más tarde, atónito, descubriría el porqué. Me enteraría de que yo había sido el primero, que le había estrenado el culo a mi madrastra, obcecada virgen madura que contra todo pronóstico había disfrutado de lo lindo con su debut. Esa había sido pues la primera vez, de manera que mi padre optó por que su mujer tuviese un recuerdo inolvidable y clamoroso de la inauguración de sus nalgas.


La enculó a las bravas, sin la necesaria delicadeza. Aunque pronto empezó a arrepentirse de haberle puesto la almohada debajo del vientre, ya que ese otro orificio de su esposa aún le gustaba más. Le gustaba verla temblar, el brillo líquido que empañaba los ojos de Virginia cuando se volvía hacia atrás después de una estocada más ruda de lo normal. Le complacía la fuerza con que cerraba los ojos cuando, de costado en la cama, se detenía para que le sintiese dentro de ella. Le conmovía la imprecisión de sus dedos al masturbarse, su lloriqueo ñoño, casi infantil, por las incesantes sacudidas contra su trasero, oírla protestar, afirmar que no podía más.


Pero, dijera lo que dijera, lo cierto fue que su desinhibida esposa no dejó de estremecerse de tanto en tanto. Hasta que, fatigado, mi padre la rodeó con un brazo de la cintura y se la colocó encima, sentándola de espaldas a él sobre su tremenda erección. A mi madrastra estuvieron a punto de salírsele los ojos de las órbitas, pero él no se anduvo con tonterías…


¡¡¡PLASH!!!



¡Mueve el culo, holgazana! —la apremió con autoridad— ¡Vamos! ¡A ver si eres capaz de hacer que me corra!


Ella obedeció sin vacilar, con decisión, lanzándose a perrear, a cimbrear las caderas hacia todos lados, a cabalgar sobre el padre después de haberlo hecho bajo el hijo.


Me maravilló la tensión que crispó los pies de Virginia al aproximarse a un final compartido, simultáneo; las paradas que hacía al temblar; sus muecas al no poder impedir las pequeñas pérdidas de orina y, por encima de todo, su cara de susto cuando mi padre le alzó las piernas al ir a eyacular, forzándola a permanecer pesadamente sentada sobre su regazo, ensartada hasta el alma, recibiendo otra ardiente irrigación en los intestinos que no solo le proporcionó un postrero y delirante clímax, sino una súbita y bochornosa necesidad de evacuar.


Cuando terminamos, estábamos tan satisfechos que nos atrevimos a reconocer que Virginia nos gustaba menos por fuera que por dentro. Acabábamos de comprobar su capacidad para lograr su propia aniquilación, para sobrellevar el sexo anal con nosotros, con vergas de la talla XL, lo cual fue todo un alivio.


Entonces mi padre levantó a su esposa un poquito y, hábilmente, cambió su verga de agujero. Aquello hizo que mi madrastra diese un respingo, que mirase estúpidamente para cerciorarse de dónde se la había metido, aunque a él no le importaron lo más mínimo sus protestas sobre que eso era una guarrada, ni tampoco que el copioso contenido de su recto se le desparramara sobre el vientre. Al comenzar a follarla, la momentánea pero flagrante incontinencia de su esposa resultó ominosa, le chorreaba el culo, literalmente, y eso era justo eso lo que mi malintencionado padre quería conseguir, denunciar lo evidente.


Vengativo y rencoroso, se quitó de encima con brusquedad a su deshonesta y horrorizada esposa y, sin darle tiempo a reaccionar, la agarró del cabello y le espetó que engullese su asquerosa verga hasta la raíz.


Aunque resulte impensable, la indómita Virginia se sometió de mil amores.


Mi padre me miró como si me estuviera trasmitiendo una lección ancestral. Consecutivamente, y en apenas un minuto, había gozado del culo, el sexo y la boca de su bella e infiel esposa. Y la mantuvo así, completamente atragantada durante unos interminables instantes. Después le soltó la cabeza, la sujetó las manos a la espalda y, tras propinarle una bofetada,…



¡Ahora limpia todo esto, puta! ¡No dejes pruebas de lo que has hecho!


A cuatro patas, maniatada y más caliente que una plancha, mi madrastra se puso a lamer y sorber de forma indecorosa, devorando los desechos de su sensualidad, de su erotismo, de su vicio, y del de sus dos vigorosos amantes de aquella noche. Una abundante, deliciosa y nutritiva papilla que, por el fervor con que dio cuenta de los últimos grumos, debió resultar el brebaje más afrodisíaco que hubiese degustado en su vida.


En cuanto mi madrastra dio por finalizada la tarea con un último y meticuloso repaso a la exangüe verga de su esposo, éste se marchó con gesto adusto, pensativo, sin desearnos buenas noches ni hacer ningún otro comentario.


Después, sobre las sábanas mojadas, mientras acariciaba su piel con una mano curiosa, busqué una manera de decírselo, de agradecerle su generosidad, tan egoísta y sincera, tan complaciente, pero ella encontró antes algo que decir.



Ha sido increíble. No me imaginaba que fuera así. Quiero decir, porque, no sé, lo intenté hace tiempo, sabes… Pero nunca lo había conseguido… —sonrió, y acercó los dedos a mi verga, y la tocó muy despacio, con las yemas, como si temiera despertarla— No me podía imaginar que fuera a ser tan… tan… ¡Ufff!



Bueno —sugerí, sintiendo que un ligero hormigueo recorría mi virilidad.



No, no es eso —dijo a la vez que negaba con la cabeza—. O bueno, sí, pero no del todo. Lo que quiero decir, es… —y entonces se puso colorada—. Bueno, da igual.



No, no da igual.



Que sí, en serio…



No, Virginia. Dilo —cogí su cara con las dos manos y la obligué a mirarme— Admítelo.



Es que igual no lo entiendes, porque… Yo lo pienso, que conste. Porque, bueno, al final resulta que no es tan malo, y bueno…



Te ha gustado que te haya follado por el culo —sugerí.



Sí, pero…



Pues dilo de una vez, por Dios —demandé con exasperación.



Que me habéis dejado el culo flipando.


No pude contener una carcajada al escuchar aquella expresión tan particular.



Pero sobre todo tú —matizó mi madrastra— Tu padre ha sido un poco demasiado bruto y sé que, de no ser por ti, no hubiese disfrutado nada de lo que él me ha hecho después… Gracias, Alberto. De verdad.



No se merecen, ha sido un placer… Y una suerte haber sido el primero.



Yo también debo ser un poco así, y mira que ahora mismo me pica un horror —dijo cada vez más dicharachera— Y así son precisamente los hombres que más me gustan, cuando me gustan, y en el buen sentido, claro. Quiero decir, porque hay otro malo, pero… En fin, ¿no te enfades?



No. Ll



No me podía imaginar que fueras… tan vicioso.


Al escucharla me eché a reír. Tuve ganas de abrazarla y besarla en los labios como a una ingenua adolescente, pero me limité a tranquilizarla con unas palabras.





viernes, 14 de febrero de 2025

Clítoris

 Aunque no me gusta demasiado andar por sitios raros, no suelo rechazar una proposición de una amiga y pues así me vi en un no sé si llamar tipo de secta en la que adoran a él clítoris... No éramos muchos los chicos allí ya que mayoritariamente eran mujeres las que allí se citaban. 

En mi humilde y torpe opinión estuvieron hablando y magnificando el clítoris entre cánticos y alabanzas incluso alguna se indicó y hizo resaltar el suyo, aunque un poco inhibida por como ya dije antes la presencia de algunos hombres. 

*¶ El clítoris es sagrado*

El clítoris es la prueba fehaciente de que existe un ser creador y que es un enrollado. Un órgano cuya única función es la de dar placer. No sirve para nada más. Se podría vivir sin ese órgano y no le encuentro el tema evolutivo. “Esto lo pongo aquí para que se corran y punto”. Eso pensó. Por eso los que practican la ablación serán castigados, así como aquellos que niegan su existencia o no dejan que nadie le rece.


El clítoris es la extensión de Dios en la tierra y sólo es comparable con su magnificencia. Hay que rezarle y adorarle. Hay que hacerle reverencias, entregarle ofrendas y entregarse a él. El clítoris es generoso. Bello. Sagrado.


Sólo quien ha visto a una mujer en su momento más vulnerable y poderoso, durante el orgasmo, sabe del poder del clítoris. ¡Que pierdan el tiempo los científicos investigando el Big Bang por el espacio! La respuesta al misterio de la vida y de la creación está entre las piernas de una mujer; hecho rubí, topacio, diamante, crisólito, piedra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita y esmeralda. Escondido por los adentros sale como un milagro para ser venerado al ser invocado porque sólo quien frota la lámpara accede al genio que le conceda los deseos. El clítoris es poderoso, misterioso, divino. Sólo aquel que lo adore sabe que se convierte en un chamán, en un guía espiritual que lleva a su poseedora a otros mundos, entre viva y muerta, entre el placer y clímax, entre todo y nada, mirando al reino de lo invisible, mientras tiembla, con la misma intensidad que sus manos mecen lo impalpable. Un viaje espiritual, divino, mágico, como si de una medium se tratara.


El clítoris es la extensión de Dios en la tierra y sólo es comparable con su magnificencia. Hay que rezarle y adorarle. Hay que hacerle reverencias, entregarle ofrendas y entregarse a él. El clítoris es generoso. Bello. Sagrado.


Venerar al clítoris es venerar a la extensión de Dios en la tierra. Pobre de aquel que lo niegue, blasfeme sobre él, no sea un buen devoto o lo destruya. Toda la ira del altísimo caerá sobre él. El clítoris es misterioso, sabio, generoso, sagrado. Están todos condenados.

Sinceramente estaba de acuerdo con las alabanzas y prédicas sobre el clítoris y hasta me puse un poco caliente. 

Cuando acabo busqué a mi amiga que había estado hablando con otras de las mujeres que habían acudido al evento, nunca antes había pensado que mi amiga pudiera frecuentar actos como este y me di cuenta de que estaba empoderada después de esa exhibición del poderío de la sexualidad femenimos, fuimos a dar un paseo pero cuando no habíamos andado más de 50 m, me preguntó que me había parecido el evento y por la confianza que había entre nosotros le dije que estaba completamente de acuerdo pero que además había otra cosa... que me perdonas pero que también me había puesto muy caliente pensar en los clítoris, ella se rió y me confesó que ella también se había calentado un poco. 

Fuimos a su casa que no estaba lejos y allí le propuse que me dejara continuar con la alabanza al clítoris, se rió muchísimo y me dijo que si de verdad quería hacer el amor con ella, yo tendría que demostrar que sabía alabar muy bien su clítoris por qué tendría que provocarle 3 orgasmos antes de que mi pene pudiera entrar en su vagina ...

Sabía lo que yo tenía que hacer y después de chupar un rato sus pezones cuando ya su vagina estaba mojada me puse a jugar con mi lengua y su clítoris hasta que le empezó a crecer un poco y le arranqué el primer orgasmo, ..

Al final acabamos cogiendo, siempre sin dejar de adorar ese clítoris 




lunes, 3 de febrero de 2025

Intercambio de pareja

 En una noche cálida de verano, cuatro amigos se reunieron en una cabaña apartada en medio del bosque. Laura y Marcos, una pareja de larga data, habían invitado a su círculo más íntimo: Sofía y Javier, quienes también llevaban años compartiendo sus vidas. La velada comenzó con risas, vino tinto y una cena casera que despertó los sentidos. La conexión entre ellos era palpable, una mezcla de confianza y complicidad que solo los años de amistad pueden forjar.

Con el paso de las horas, la conversación se volvió más íntima, explorando temas que normalmente se reservaban para la privacidad de cada pareja. Las miradas se sostenían un poco más de lo habitual, y las sonrisas se tornaron cómplices. Fue Javier quien, con un tono juguetón, sugirió un juego de cartas que rápidamente derivó en algo más atrevido: un intercambio de parejas. La propuesta, en otro contexto, podría haber sido incómoda, pero entre ellos fluyó de manera natural, como si siempre hubiera estado ahí, esperando el momento adecuado.

Laura, con una sonrisa tímida pero decidida, aceptó. Sofía, siempre la más audaz, se levantó y extendió su mano hacia Marcos, quien la tomó sin dudar. Javier, por su parte, se acercó a Laura con una mirada llena de curiosidad y deseo. La habitación se llenó de un silencio cargado de anticipación, roto solo por el crujido de la madera bajo sus pies y el susurro de las sábanas al deslizarse sobre la piel.

Marcos y Sofía se perdieron en un beso profundo, explorando la novedad de sus cuerpos con una intensidad que los sorprendió a ambos. Mientras tanto, Javier y Laura se movían con lentitud, disfrutando cada instante, cada caricia, como si descubrieran un nuevo lenguaje. La confianza que los unía permitió que la experiencia fluyera sin inhibiciones, convirtiendo lo que podría haber sido un momento incómodo en algo profundamente íntimo y placentero.

La noche se extendió, llena de risas susurradas, gemidos contenidos y miradas que decían más que las palabras. Al amanecer, los cuatro se encontraron abrazados en la cama, sintiendo una conexión renovada no solo con sus propias parejas, sino también entre ellos. No hubo arrepentimientos, solo la certeza de que habían compartido algo único, un secreto que fortalecería su amistad para siempre.

Y así, entre susurros y caricias, el bosque fue testigo de una noche que jamás olvidarían.




Quedada

 

La música latía con fuerza, vibrando en el aire como un pulso compartido por todos los presentes. La fiesta estaba en su punto álgido, y ella, envuelta en un vestido ceñido que brillaba bajo las luces tenues, se movía con una gracia hipnótica. Sus caderas se balanceaban al ritmo de la música, atrayendo miradas de todos los rincones de la habitación. Los chicos a su alrededor no podían apartar los ojos de ella, como si estuvieran hechizados por su presencia.

Uno de ellos se acercó, con una sonrisa confiada y un brillo en los ojos. Le ofreció una copa, y ella la aceptó con una sonrisa coqueta, sus dedos rozando los suyos por un instante que pareció durar una eternidad. Bebió un sorbo, manteniendo la mirada fija en él, como si lo desafiara a seguir su ritmo. Pronto, otro chico se unió, y luego otro, formando un círculo a su alrededor. Todos querían su atención, y ella, con una mezcla de inocencia y provocación, les daba justo lo que buscaban.

Sus movimientos se volvieron más lentos, más deliberados, como si estuviera bailando solo para ellos. Cada giro, cada gesto, era una invitación, una promesa de algo más. Los chicos se acercaban, atraídos por su energía magnética, pero ella mantenía el control, jugando con ellos como si fueran piezas en un tablero. Sus risas se mezclaban con la música, creando una atmósfera cargada de deseo y anticipación.

De repente, se detuvo, mirando a cada uno de ellos con una intensidad que los dejó sin aliento. Con un movimiento suave, se acercó al primero, sus labios rozando su oído mientras susurraba algo que solo él podía escuchar. Luego, pasó al siguiente, y al siguiente, repitiendo el ritual con cada uno, dejándolos con el corazón acelerado y la mente nublada por el deseo.

Cuando finalmente se alejó, dejándolos atrás en un estado de confusión y anhelo, su sonrisa era tan misteriosa como seductora. Sabía que los tenía en la palma de su mano, y esa noche, en medio de la fiesta, era la reina indiscutible de sus fantasías.

En estas ocasiones hay que esperar porque lo mejor llega al final 



domingo, 2 de febrero de 2025

Discoteca

 En la penumbra de la discoteca, la música vibrante y los destellos de luces multicolores creaban una atmósfera electrizante. Entre el gentío, nuestros ojos se encontraron, y algo indescriptible surgió en ese instante. Sin mediar palabra, nos dirigimos hacia los aseos, un espacio íntimo donde el mundo exterior parecía desvanecerse.

Al cerrar la puerta, el bullicio de la fiesta se transformó en un murmullo lejano. La tensión entre nosotros era palpable, y cada mirada, cada gesto, despertaba un deseo ardiente. Nuestros cuerpos se acercaron, y en ese momento, el tiempo pareció detenerse.

Las manos exploraron con ansia, descubriendo cada curva, cada detalle que antes era desconocido. Los labios se encontraron en un beso apasionado, lleno de urgencia y deseo. La respiración entrecortada y los susurros ahogados se mezclaban con el eco de la música que filtraba desde fuera.

En ese pequeño santuario, lejos de miradas indiscretas, nos entregamos por completo al placer. Cada caricia, cada gemido, era una revelación, una conexión intensa y fugaz que solo el anonimato podía permitir. El mundo exterior desapareció, y solo existimos nosotros, en un éxtasis compartido que quedaría grabado en la memoria como un recuerdo ardiente y prohibido.